A nuestro regreso a Inglaterra nos absorbieron nuestras
respectivas ocupaciones, nos dábamos breves instantes para pasar un poco de
tiempo juntos: fijamos fechas, tanto para la boda como para la conversión,
iniciamos algunos preparativos, serian contados los invitados a la fiesta; la mayoría,
amistades muy cercanas, algunos colegas e inclusive clientes distinguidos,
tanto de Gemma como de mi parte. Con mi familia ya no tuve contacto aunque lo
intenté, terminé por aceptar que con el tiempo lo asimilarían.
Casi al concluir mi primer año de residencia en Londres, ella
me presentó con los miembros de su clan; es decir, sus compañeros de condición,
a quienes ella consideraba su familia más próxima.
La reunión se llevó a cabo en una mansión alejada de la ciudad
que hasta la fecha le pertenece a uno de ellos, como aspirante a arquitecto que
era en ese entonces, quedé absorto con los jardines y el majestuoso estanque de
la entrada y todavía más con la fachada estilo gótico. El mismo anfitrión nos
recibió en la puerta principal, saludó afectuosamente a Gemma, me estrechó con
fuerza la mano, sin dejar de hacer contacto visual conmigo, murmuró: “Bienvenidos, sólo faltaban ustedes” y
nos condujo al gran salón.
Las miradas se fijaron inmediatamente en mí, me escudriñaban,
lo cual, era completamente normal, se preocupaban por el bienestar emocional de
quien consideraban su matriarca, hermana y amiga; por otro lado, querían asegurarse
de que su lideresa había elegido sabiamente a un futuro miembro.
Procuré que al menos en apariencia mi porte fuera serio para
mantener la mirada fija en cada uno de ellos conforme las presentaciones se
fueron dando, en mi cultura, la mirada es la ventana al interior de las
personas, tiene el poder de revelar gran cantidad de secretos. Debo admitir que
muy en el fondo, reía nerviosamente, ahora era mi turno, sólo esperaba contar
con una mejor suerte a la obtenida cuando presenté a Gemma con mi familia.
El primero fue el anfitrión, el dueño del caserón, Axel Bennet,
un hombre alto con una palidez típicamente británica, cabello negro, mandíbula
cuadrada y ojos azul oscuro que denotaban afabilidad, ingenio agudo y sentido
del humor que podía pasar de lo más simple al más ácido cuando hiciera falta.
El segundo en acercarse fue un ruso de altura considerable e
imponente, rasgos faciales definidos, expresión pétrea, extremadamente rubio,
con unos ojos de un azul muy claro, en los que se leía rudeza inicial e inaccesibilidad;
sin embargo, la barrera duraba poco, en el transcurso de la velada fue con
quien entablaría mejor conversación, la cual, fluiría sobre Historia y Política,
acompañadas por un par de partidas de ajedrez, a él le interesaba obtener
información de primera mano sobre la situación política egipcia y qué mejor de
un ciudadano de aquellas tierras. Un ser culto y analítico, agradable cuando se
relajaba, inclusive fue quien destensó el ambiente en las contadas ocasiones
que sucedió, interesante personaje, Vladimir Koslov.
Había dos mujeres en un amplio sofá tono burdeos, con un vaso
de vino blanco en las manos, percibí que había una relación muy estrecha entre
ambas, quizá más de lo que querían admitir, dotadas de una belleza abrumadora y
demasiado opuesta una de la otra.
Miranda McDowell era una arqueóloga y escritora irlandesa, la envolvía
un halo de seductor misterio, una feminidad casi tan avasallante como la de
Gemma pero en una piel excesivamente blanca en la que resaltaba una ondulada
cabellera rojiza, facciones de ninfa delicada que evocaba a aquellos seres etéreos
que seguramente abundaban en los bosques de su país, dueña de una mirada oscura
que contrastaba con una efervescencia vital y coquetería innata pero de
enamorarse de verdad, se entregaba por completo, algo me indicó que ya había encontrado
al amor de su existencia y estaba justo a su lado.
Su compañera nunca dijo su nombre pero todos la llamaban Metz o
Sel, no acerté de momento con su nacionalidad, piel bronceada, larga cabellera
oscura y lacia, mirada almendrada tanto en forma y color que rezumaba
inteligencia, prudencia, cierta reserva y una pequeña dosis de indecisión, la
cual de seguir así por más tiempo, la llevaría a la pérdida de lo que ama
profundamente pero no entiendo porque le cuesta tanto aceptar. Con ambas también
tuve una charla amena, me fascinaron los detalles acerca de la cultura y
arquitectura del país de origen de la mujer morena, en cuanto hubiese la
oportunidad le sugeriría a Gemma conocer aquel destino, Metz por su parte, nos
ofreció alojamiento cuando lo deseáramos.
La velada me pareció como muchas otras a las
que acudí cuando hace algunos años había estudiado en Oxford, variadas
nacionalidades y personalidades, sólo que con el detalle adicional de que iba a
conocer a los compañeros inmortales de mi futura prometida, quizá por eso el
nerviosismo que me había empeñado en ocultar y eso que aún me faltaba por
conocer a otro de los miembros más antiguos, al más difícil de tratar. Jalil Abbud