Lo oía rugir a considerable distancia, el olor a salitre le golpeó la nariz, bajo sus pies sentía el suave masaje de la impecable arena, despacio fue acercándose a la orilla, la blanca espuma le dio la bienvenida.
Un día salió de su casa sin hacer ruido alguno, sin avisar a nadie, metió unas cuantas cosas en su desgastada mochila, dejó cualquier medio de comunicación que pudiera interrumpir su paz, sólo escribió una nota: "vuelvo en unos días".
Abordó el primer autobús con salida inmediata a un destino de playa. El camino fue largo, en cada parada se dedicó a curiosear lo más que pudo, a captar cada paisaje, cada aroma, cada sabor, cómo nunca lo había antes.
Al llegar, se instaló en un modesto hostal, lo único que importaba era disfrutar las vistas lo más natural posible, la comodidad quedó en último plano.
Las aguas nítidas con dejos turquesa la recibieron y la invitaron a quedarse a ver el atardecer. Con todos sus sentidos disfrutó la imagen que tenía ante sí, era la perfecta terapia, en ese momento no fue necesario nada más.
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