Tenía las emociones
encontradas; por un lado, estaba que desbordaba de felicidad y por otro me surgía
un cierto temor por lo desconocido, sería la primera vez que saldría del país y
contaba con muy poco tiempo para tenerlo todo en orden.
Recuerdo cuando
llegaba apurada a mi departamento para encender la computadora para revisar mi
correo electrónico, ansiaba tener una pronta respuesta y por fin había llegado:
la beca para estudiar esa añorada maestría en Canadá me fue concedida.
Mi roomie se alegró
por mí aunque percibía algo de tristeza cuando me veía empacando cajas y en el
ir y venir haciendo tramites; la entendía, también me había acostumbrado a su compañía;
sobre todo aquellos suculentos desayunos para empezar el día, los fines de
semana de Netflix, palomitas de maíz y tragos coquetos, en fin, la complicidad
que fue generando con la convivencia diaria.
En medio del
relajo, me di un fin de semana tranquilo para seguir guardando cosas, puse mi
paylist, me serví una copa de vino, mi clóset ya estaba vaciado, me percaté sin
querer de un compartimiento secreto en uno de los cajones, no le había prestado
atención hasta ahora, intenté abrirlo, fui por la herramienta que teníamos guardada
en una gaveta de la cocina, me estaba costando demasiado trabajo abrirla aunado
a que no soy muy diestra en estos menesteres, estuve a punto de darme por
vencida pero mi curiosidad pudo más (eso fue bueno, porque de no haber sido así
no habría historia), al destaparla por fin, di con una bolsa de cuero marrón
bastante desgastada, la saqué con cuidado y procedí a vaciarla…
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