Ella estaba ahí, acabada de bajar del tren que la trajo a estas lejanas tierras, con las mismas emociones encontradas cuando divisó por primera vez la estatua de la Libertad al desembarcar en Nueva York. Ahí estaba, con la adrenalina corriéndole por las venas al igual que debió haber ocurrido con sus antepasados romanos.
Casi 200 años después, las cosas no habían cambiado mucho, ambas banderas seguían ondeando majestuosamente en aquella calle. Sus descendientes se sentían tan norteamericanos como las montañas Rocallosas y tan italianos como la Fontana de Trevi.
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