Mi primera existencia vio la luz en 1931, en la ciudad que aún resguarda la última de las maravillas del Mundo Antiguo, a unos años de comenzar uno de los conflictos bélicos más sanguinarios que una vez más cambiarían al mundo. Un imperio caía, otro surgiría, un modo de vida terminaba, una gran mayoría lo sentiría como un triunfo y otros lo vivirían con nostalgia permanente.
Tuve la gran suerte de nacer y crecer en una familia de abundantes recursos dentro de una fe rigurosa que no permitía ser cuestionada, prácticamente mi destino ya estaba decidido: estudiaría Negocios Internacionales, tal vez en Oxford, incluso con quién iba a casarme.
Por éstas razones escapaba con frecuencia a las excavaciones de Giza, a las mezquitas, no porque mi fe estuviese muy afianzada, me fascinaban las construcciones, podía pasarme horas observando patrones geométricos, analizando estructuras y palpando los materiales de las que estaban hechas, incluso, debo confesar mi gusto por las mansiones estilo victoriano de los colonizadores ingleses.
Mi padre trabó amistad e hizo negocios con algunos de ellos, llegaron a invitarnos a algunos festejos por lo que tuve la fortuna de contemplar por dentro aquellos caserones. Jamás le confesé a nadie mi verdadera afición, fue cuando después de mucho meditarlo y lleno de orgullo por podérselo permitir, mi padre me envío a Oxford, Inglaterra.
En mis ratos libres me iba a la facultad de Arquitectura, hice varias amistades, intercambiamos conocimientos, quedaban sorprendidos con mis perfectos trazos de las construcciones islámicas, ya que con el tiempo fui desarrollando un gran talento para el dibujo, aprendí todo lo que pude, quizá no estaba estudiando mi pasión pero al menos ya contaba con buenas bases.
Tuve sentimientos encontrados en mi regreso al Cairo, por momentos aceptaba mi destino con resignación; por otros, me iba a lo más alejado de la civilización que me era posible a gritar con desesperación, entonces, en una de mis muchas tardes de huída, algo asombroso ocurrió... J.A
Tuve la gran suerte de nacer y crecer en una familia de abundantes recursos dentro de una fe rigurosa que no permitía ser cuestionada, prácticamente mi destino ya estaba decidido: estudiaría Negocios Internacionales, tal vez en Oxford, incluso con quién iba a casarme.
Por éstas razones escapaba con frecuencia a las excavaciones de Giza, a las mezquitas, no porque mi fe estuviese muy afianzada, me fascinaban las construcciones, podía pasarme horas observando patrones geométricos, analizando estructuras y palpando los materiales de las que estaban hechas, incluso, debo confesar mi gusto por las mansiones estilo victoriano de los colonizadores ingleses.
Mi padre trabó amistad e hizo negocios con algunos de ellos, llegaron a invitarnos a algunos festejos por lo que tuve la fortuna de contemplar por dentro aquellos caserones. Jamás le confesé a nadie mi verdadera afición, fue cuando después de mucho meditarlo y lleno de orgullo por podérselo permitir, mi padre me envío a Oxford, Inglaterra.
En mis ratos libres me iba a la facultad de Arquitectura, hice varias amistades, intercambiamos conocimientos, quedaban sorprendidos con mis perfectos trazos de las construcciones islámicas, ya que con el tiempo fui desarrollando un gran talento para el dibujo, aprendí todo lo que pude, quizá no estaba estudiando mi pasión pero al menos ya contaba con buenas bases.
Tuve sentimientos encontrados en mi regreso al Cairo, por momentos aceptaba mi destino con resignación; por otros, me iba a lo más alejado de la civilización que me era posible a gritar con desesperación, entonces, en una de mis muchas tardes de huída, algo asombroso ocurrió... J.A
No hay comentarios:
Publicar un comentario